

¿La fuerza es un don?
Santo Tomás de Aquino - II II q. 139 a.1
“La fuerza implica cierta firmeza de alma que es necesaria tanto para hacer el bien como para resistir el mal, y especialmente en los bienes y los males que son difíciles.
Ahora bien, el hombre, según el modo que le es propio y connatural, puede poseer esta firmeza para estos dos objetivos: no abandonar el bien por la dificultad de cumplir un trabajo arduo o de soportar un mal cruel, y así la fuerza se presenta como virtud especial o virtud general, como hemos dicho.
Pero el alma es llevada más alto por el Espíritu Santo, para poder completar cualquier empresa iniciada y escapar de cualquier peligro amenazante. Pero eso va más allá de la naturaleza humana; porque a veces no está en el poder del hombre llegar al final de su trabajo, o escapar de los peligros que a veces infligen su muerte. Pero es el Espíritu Santo quien obra esto en el hombre, cuando lo conduce a la vida eterna, que es el fin de todas las buenas obras y le permite escapar de todos los peligros. Y el Espíritu Santo infunde al alma en este asunto una cierta confianza, excluyendo el miedo opuesto. Por eso la fuerza se presenta como un don del Espíritu Santo, porque decíamos antes que los dones designan un impulso dado al alma por el Espíritu Santo. »
Comentario RPH-D. Noble, op
Pero, exactamente, ¿cómo reemplaza el Don de la Fuerza a la Virtud “infundida” con Fuerza?
Fuerza es aquella firmeza que da al alma para no ceder ante los obstáculos al bien, para luchar por la virtud, para soportar el choque de los males que afligen, para mantenerse inquebrantable en las obligaciones del deber, aunque para ello tenga que enfrentarse a la muerte.
Esta firmeza es posible para nosotros sólo si, para servir a esta intención virtuosa, estamos en posesión de suficientes energías y no permitimos el fracaso. Los actos realmente fuertes y realmente planteados y ejecutados están a este precio. Y, para ser fuerte, en sentido absoluto, hay que ser capaz de afrontar cualquier peligro hasta el punto de no rendirse jamás, hay que tener el coraje de perseverar en la virtud hasta el final de la vida. Ahora bien, de este “ hasta el final ”, de esta persistente victoria, el hombre, aun con la Caridad y la virtud “infusa” de Fuerza, no es capaz.
A pesar de su buena voluntad, los recursos energéticos que tiene son limitados. En determinadas circunstancias de la vida, con dificultades surgiendo al mismo tiempo de todos lados y obstáculos que se alzan sin tregua, sucede que las fuerzas humanas han dado lo que pueden sin posibilidad de ir más allá.
Pero, ¿permitirá Dios que el alma fiel fracase en la virtuosa tarea porque el valor humano ya habrá dado su medida? No. Y es aquí donde el Espíritu Santo viene en el momento oportuno para sustituir su fuerza divina por la fuerza humana, para enderezar nuestro esfuerzo, para poner en nosotros la seguridad y la confianza para vencer todos los obstáculos y, sin vacilar, perseverar en el bien.
¿Se dirá que la virtud "infundida" de la Fuerza se basta a sí misma, ya que su valentía debe llegar hasta enfrentar los peligros de la muerte antes que faltar al deber? ¿No es poder triunfar sobre todo, cuando triunfamos sobre la misma muerte? Indudablemente, hay que responder, la virtud de la Fuerza, cuando está en nosotros en perfecto estado, aspira a no ceder nunca al mal, ni siquiera bajo la amenaza de perder la vida. Pero, estando asegurada esta intención, es necesario además que la energía a suministrar no exceda el límite de la energía posible al hombre y que en tan dolorosa extremidad el alma permanezca firme y segura de su Victoria. Convenientemente, el don del Espíritu Santo viene a corroborar la virtud "infusa" incluso en el lugar de su acto más alto y expresivo: el enfrentamiento con la muerte.
Además, no es sólo en este caso de peligro de muerte o incluso sólo con ocasión de actos heroicos excepcionales que el Don de la Fuerza tiene su razón de ser. El heroísmo obligado de nuestras virtudes cotidianas basta para motivar esta intervención del Espíritu Santo, cada vez que, por causas externas o personales, nuestra energía de deber y servicio de Dios corre el riesgo de llegar a sus límites, cada vez que nos asalta la preocupación de no ser iguales. a nuestras tareas.
Así, nuestra Caridad pide instintivamente la ayuda divina. A nuestro deseo, el Espíritu Santo responde prestándonos el apoyo de su Don de Fortaleza.
(1926 - Revue des Jeunes - La Force, p. 298-299)